VER SIN MIRAR, OÍR SIN ESCUCHAR

Las orejas no tienen párpados, de manera que, de no mediar impedimentos orgánicos, están expuestas a todos los sonidos. Oír, sin embargo, no es escuchar. “Escuchar es prestar atención a los otros y darles la bienvenida en nuestro propio ser”.

Estos no parecen ser los mejores tiempos para esa escucha hospitalaria que abiertos a la palabra del otro, y a su presencia, los oídos contemporáneos se ven taponados por auriculares que clausuran el contacto con cualquier palabra o sonido ambiente. E igual que los ojos capturados por pantallas, también ellos dejan de ser puentes hacia el mundo y hacia los prójimos, para transformarse en barreras que hacen de cada persona una isla. El sociólogo alemán Helmut Rosa señala que “no falta música en ningún supermercado, ni en un ascensor, ni en ningún aeropuerto; además, un número creciente de personas en los espacios públicos parecen estimular experiencias de autorresonancia a través de auriculares y gadgets personales, mientras pierden toda resonancia en su entorno”.

La resonancia es el diálogo de la persona con el mundo, el fenómeno por el cual los unos y los otros nos reconocemos, establecemos puentes de comunicación, no solo verbal, sino también a través de la mirada e incluso gracias a significativos silencios compartidos. “Para muchos el silencio es hoy amenazante, no saben qué hacer con él”. Pareciera que se va perdiendo no solo la capacidad de escuchar al otro, sino la de escucharse a uno mismo. Es decir, de prestar atención plena y hospitalaria.

La vida buena, que para Aristóteles y los pensadores de la Grecia antigua es una existencia que descubre y honra su propio sentido, bien podría resultar hoy, aquella que es rica en experiencias de resonancia. Así como la alienación nos convierte en extraños ante nosotros mismos, en extranjeros de nuestro propio ser, la resonancia es su opuesto. Nos enriquece en experiencias en las que encontramos una similar frecuencia de vibración con el otro.

Pero no se puede resonar sin escuchar y sin mirar. No resonamos ni en los mensajes de las pantallas de los celulares ni en los sonidos que, desde los auriculares, nos hacen ajenos al mundo. El yo está saturado, ahogado en una vasta red de contactos vacía de toda comunicación emocional. Acaso sea tiempo de devolver los oídos su función principal, que no es oír, sino escuchar. Y a los ojos la propia, que no es ver, sino mirar, es decir registrar, reconocer, recibir.